lunes, 28 de julio de 2014

EL ARBOL







Erase una vez una niña que temía donde vivía. Nunca se había sentido en casa, a pesar de tener una familia que la amaba. Todas las personas de su mundo creían que era muy tímida y vergonzosa, y que esa era la razón de que siempre se escondiera, de que casi no hablara. Pero esa niña lo que sentía era simplemente miedo. No entendía donde estaba, cómo había llegado ahí, ni cómo se vivía en ese lugar.
Siempre la acompañaban un gran vacío y una gran añoranza de lo que ella llamaba "su hogar".
La niña fue creciendo porque la vida siempre se abre paso, pero con dificultad y con sus dos compañeros, que poco a poco fueron perdiendo intensidad hasta permitirle adaptarse lo más posible a su realidad diaria.
Pero mantener esa apariencia de saber vivir, un buen día fue demasiado para su pequeña alma y algo se rompió. Dejo de poder disimular y ya no pudo soportar los ruidos, las ciudades, las multitudes y decidió no volver a salir de su casa, que se convirtió en su refugio.
Pero la fuerza de la vida es tan poderosa que no la abandonó,  aunque ella se hubiera rendido. Y le permitió soñar con bosques, con ríos, con la naturaleza y mientras soñaba abría una ventana y permitía que el aire le alborotara el cabello.
Supo que deseaba vivir lejos de las ciudades y se convenció de que ahí estaba la solución a ese pánico que tanto la hacía sufrir.
Y para ello había que salir y así lo hizo,  aunque un dolor inhumano paralizara todo su pequeño cuerpo.
Un día, muy angustiada y desesperanzada, salió con su hermana, que era quien la acompañaba en esas sesiones agotadoras y sin cuya ayuda no hubiera podido soportar, y de repente, en el parque más concurrido de su ciudad,  vio un árbol y fue hacia él como un imán. Era un gran magnolio centenario. Su tronco no era liso, si no totalmente imperfecto,  con huecos y salientes, podría decirse que amorfo. Y las raíces más extraordinarias que había visto en su vida. Reptaban por el suelo hasta casi dos metros alrededor de si mismo. Se internaban en matorrales,  llegaban hasta el asfalto,  a los contenedores de basura, en total armonía con todo.
Y allí plantada frente al árbol,  empezó a llorar y llorar,  sin que esa contención que tanto la había acompañado, pudiese impedirlo.
Su hermana, al verla, la consolaba acariciandole la espalda y pidiendole que no le importara nada y que desahogara todo su dolor.
Y esa niña no tenía nada que desahogar y cuando las lágrimas le permitiron hablar, gritó que era un maestro y que llevaba demasiado tiempo esperándolo. Y es que la niña sólo sentía una gran alegría,  una comunión con el árbol inexplicable. De corazón a corazón. No existía diferencia entre ella y ese árbol. Ya nada le importaba.
Y "vio" que sus raíces estaban por debajo de todo lo que les rodeaba. Sintió su amor, su energía,  su entrega, sin juzgar donde estaba, o el ruido, o lo menos natural de las ciudades.
No podía estar en un lugar más perfecto  que ese. Era "su lugar". Y ese árbol era la niña y la niña era ese árbol.
No sólo entendió la importancia de aquellas extraordinarias raíces para abrirse al cielo, si no que no había diferencia entre ellas y las ramas. Lo experimento en plenitud. Dejó de ser un mero concepto. No había mente, sólo comunión.
Si su lugar era su lugar, el suyo también. No dependía del ruido, ni de las personas, ni de nada de lo que tanto la había asustado durante su corta vida.
Ese era su lugar. Donde se encontrase sería su lugar. Ya era paz, y un infinito agradecimiento nació en su interior. Pasase lo que pasase a lo largo de su vida, pensaba honrarla. No se volvería a esconder. Se sintió libre por primera vez y todo su pequeño cuerpo sonrió.





4 comentarios:

  1. Ojalá la niña nunca pierda su lugar....

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    1. Hola!!! Eres mi primer comentario!!!!!!!
      Así lo espero. Que cada uno ocupe su lugar.
      Con amor y gratitud,
      Omdra.

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  2. La niña nunca perderá su lugar. Lejos del mundo y, sin embargo, cerca de él.

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  3. Ya nada puede hacer que se pierda...

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